"Quito, arrabal del cielo, con ángeles que ordeñan
en los establos húmedos del alba,
niñas despiertan en los zaguanes
con los pechos crecidos en las manos,
frailes de bruces en sus noches solitarias,
mientras los campanarios apuntalan los cielos,
cenicientas mujeres enlutadas
pendientes de los confesionarios y las campanas,
patios que comentan las noticias,
cerros para orear las casas,
ventanas que pinchan a los vecinos
con las espinas de las miradas
y en la algarabía de la calle
soldados de aserrín y muñecas con música
y una taberna desvelada.
Ay, y yo, adrede, silvando como un sastre
para que se abra una ventana".
Este célebre poema, "Arrabal del cielo", de Jorge Reyes, puede abrir siempre una alabanza sentida de la capital del Ecuador, cuna del encantamiento español. Herencia en grande de La bella Toledo, la ciudad balcón, y del incario orgulloso que dominó los montes donde se aposenta la cuidad andina, moderna, terrenal y mágica. Y mágica es también la historia y la poesía que ha suscitado Quito.
Quito ha sido siempre un cajón de sorpresas, misterios, soledades. Muy lejos de ella, el mar. Cerca, las nubes. Quito encierra el misterio más excepcional de la literatura: las leyendas. Sendas páginas de la historia quiteña se dan como leyendas (no se sabe cuánto hay de realidad y cuánto de ficción).
La poesía siempre ha retratado fidedignamente las figuras espectrales y maravillosas de Quito. Y es que la poesía siempre es la imagen esmaltada de todo lo que está alrededor de la imagen. No hay pretexto en la poesía, para que la atmósfera no se de claramente, y sin borrones.
"La Bella Aurora", "El gallo de la Catedral", "El Padre Almeida", etc. son leyendas famosas del Quito antiguo, recoleto y encerrado en la colonia elegante y fructífera de España.
El padre insurrecto, que llegaba raspando la piedra dura, hasta la alta ventana del convento de San Diego, y se iba a buscar vida más "movida" fuera de él, mientras el Cristo maravilloso de Caspicara, le reclamaba: "Hasta cuando Padre Almeida", recibiendo la respuesta: "Hasta la vuelta, Señor". O la nina Bella Aurora, que fue el centro de atracción de un toro de lidia, que la invistió hasta matarla, debido a que ella enamoró al animal. O el hombre borracho que se burlaba del Gallo de la Catedral, hasta que la bella figura de plata que domina la alta cupula de la iglesia, terminó vengándose del hombre, dándole un escarmiento doloroso. Leyendas con que los niños quiteños crecen, se vuelven hombres, se reafirma un porvenir seguro en la ciudad de estrellas en la mitad del mundo.
"La gloria es de la piedra. Por ejemplo,
el atrio circular de San Francisco,
la columna barroca y el aprisco
de corderos dorados en el Templo.
Es la gloria del árbol: la arquería
de mudéjares trazos los venablos
como flechas de sol de los retablos
hendiendo el aire de la Compañía.
Va Miguel de Santiago por los muros
del convento agustino. Y los oscuros
claustros convierte en luz, con su pintura.
Piedra de esta ciudad, pesebre y nido,
cielo de un aire azul indefinido,
tiende en mi corazón su arquitectura".
Soneto de Enrique Noboa Arízaga, que indica el poder de un Quito colonial y artístico, frente a una sensibilidad ahíta de sombras barrocas, que son los espectros que viven con los quiteños de cepa, que adoran el brillo colonial de sus callejas.
La poesía y la leyenda siempre han ido de la mano, como si se tratara de un enlace entre la maravilla de la imagen y el poder del cuento. Los viejos quiteños, extrañan las calles de balcón y mujeres abrigadas, con gabardinas oscuras, paseando por el Ejido, con sus penas persiguiendo los atardeceres lluviosos y bellos, donde Quito se ponía de rodillas al sol andino.
"...Me voy a inventar una ciudad. Es preciso
fundar un nombre, apenas vísperas
de una capital, como una predicción.
(Yo podría llamarla Imaginada, Abandonada,
Nada). Solamente un sonido que nadie oye
útil para establecer la propiedad
sobre la duración de los resucitados..."
Fragmento, éste, de ese bello libro de Jorge Enrique Adoum: "El dorado y las ocupaciones nocturnas", en donde se dan las pautas poéticas para fundar el peñón feliz de una ciudad imaginada desde siempre. En las montañas, muy arriba del mar, donde las nieves alcanzan el frío recalcitrante, donde los pájaros vuelan muy bajo, donde hay noches oscuras, nieblas espesas, porosas, alucinantes.
Los personajes quiteños, siempre han sido fruto de historias, anécdotas inolvidables, impresionantes en su contenido, abruptas, peligrosas, alegres, tristes, suicidas...
La Torera (mujer dotada de un halo de locura, que la hizo símbolo mágico y anacrónico de un Quito que vivía en la soledad desmesurada, por la graciosa combinación de colores y calidades en la ropa que usaba. Su nombre verdadero era Anita Bermeo. Vivió entre las calles y el manicomio de Quito, y murió en 1984, amando con fruición y locura a su ciudad); El Terrible Martínez (Luis Martínez Cevallos, 1899-1960. Un verdadero "chulla" quiteño, que instituyó el gran anecdotario de la capital, terminando su vida por su propia mano, formando parte del anecdotario, cuando fue a comprar un arma, pidió al vendedor una bala, y se mató, antes de pagar, porque no tenía el dinero). Hitos que hacen de Quito un cuento largo, histórico, soñador. Ulises Estrella, el poeta especializado en Quito, dice de estos personajes en poesía. El poema "El terrible" describe al chulla mencionado:
"...El chulla,
el solitario,
el que no tiene par
escribe pinta canta
con lo mínimo
vive de crédito
para no morir de contado.
El inconstante fabulador
estimula al que yerra,
da posada a los desnudos,
enseña a beber al que no sabe,
está siempre dispuesto
a destruir
la faz de los conformes,
el chulla terrible
no quiere que le entierren junto a un tonto".
Y sobre la torera, el poema "Quiteña Ilusión":
"...Anita,
color de banderilla,
sin toro
ni hacienda
ni casa,
toreando
-paraguas en mano-
todos
los
cuadrados humanos
que voltean la esquina...
Ella
de lo real,
sacaba lo soñado,
así,
su muerte
es vida
vivida
en poesía".
Quito es una ciudad mimada en los Andes. No solo por el canto ni los poemas que se han escrito sobre ella, sino por ese halo de misterio que la entrecruza en las colinas donde se asienta la población. Algo tiene dentro de sus cantos. Hay algo que resalta a las percepciones. Franklín Barriga dice:
"...guardas la suavidad de los gorriones,
la temperancia de los templos,
la excelsitud de la guitarra,
el olor que emana el incensario...".
Toda ciudad grande, capital, centralista, municipal y espesa, se vuelve antipersonal. Se ha perdido el Quito colonial, y ha llegado la metrópoli enferma de modernidad. Euler Granda dibuja el panorama del nuevo Quito, en este poema:
"...No eras del otro mundo
pero eras tú sin cosméticos
sin piezas descartables,
sin paisajes postizos
y en los atardeceres
cuando salían al recreo las campanas,
confundida con ellas
corrías dando brincos
como una perra con una lata atada al rabo.
Quito
transformista,
torera, chulla Pérez,
rastacuera en el norte,
vieja pedorra en el Machangara,
los baldados de la imaginación,
los que todo lo imitan
te han metido en los senos siliconas,
te han agringado,
te han disfrazado de metrópoli,
te han hecho la cirugía plástica...".
Quito: ciudad ahora casi despersonalizada. Ciudad que recuerda la historia, los parajes. Ciudad hermosa, colonial, pura, que lucha contra la modernidad y las consecuencias fatídicas de la misma. Ciudad leyendera, poética, llena de cantos, de valles, de siglos ancestrales y monumentos a sus personajes que hacen de Quito algo más que arquitectura, piedra y plazas. Hacen una ciudad que es personaje, que es hombre y mujer. Que es poesía.
viernes, diciembre 01, 2006
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1 comentario:
¿Quito? No, Pongo
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