viernes, mayo 14, 2010

LUNAS EN EL ZÓCALO O LAS BIFURCACIONES DEL ESPEJO


En la portada izquierda del libro de poemas “Lunas en el zócalo” de Fanny Rodríguez Ojeda, publicado por el sello editorial CUATRONORTES 2010 está impresa una fotografía en color sepia en donde se refleja a la autora del libro en un espejo. El reflejo es la cara vista; la cara oculta está tapada por el cabello de la retratada. Lo interesante es que no sabemos cual es la parte real y la parte dimensionada por el espejo y eso nos produce un cierto grado de susto y encanto, a la vez.
Precisamente es la palabra “espejo” una de las formas conceptuales más reiteradas en los versos de este libro. Y lo entiendo y justifico porque creo que la voz poética de este libro quiere reconocerse en las otras vidas que pueblan la vida de cada uno de los hombres y mujeres que pueblan el planeta.
Creo que cada ser humano es el resultado de sus reflejos. Así mismo le pasó a Narciso que tanto tiempo se estuvo viendo reflejado en el estanque, hasta llegar a enamorarse de ese otro lado, de su otro yo inaccesible. Y así también lo vio alguna vez el extraordinario Lewis Caroll cuando encontró en su personaje vital, emblemático y famoso: Alicia, la otra realidad de sí mismo en “el otro lado del espejo”. Hermoso tratamiento de exploración. Saberse lleno de otros reflejos, que saldrán, tarde o temprano, como poemas o reflexiones o gestos, o sonidos a veces, muchas veces, de manera involuntaria. Hasta encontrarse con el montón de “otros Yo” que serán la realidad de ese yo único. Ya lo dijo Rimbaud: “Yo es otro”. A así parece decirnos, en esta ocasión, la voz poética y fortalecida de Fanny Rodríguez.
Fanny esperó a que el tiempo atraviese por sus textos, que pasara revista el polvo de los años transcurridos, que el verso madure, que la polución del ripio poético no deje secuela en su verso. Y parece haber tenido éxito. Encuentro que este libro está “bien fajado”, con buenas espuelas para iniciar el trabajo tesonero de buscar al complicado y sensible lector de poesía.

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Una grata sorpresa fue leer a Fanny Rodríguez. Alguna vez la escuché en una lectura colectiva de poesía, allí la vi: seria, directa, inmersa en el verso como Alicia en el país de las maravillas.
También la escuché decir versos eróticos. Y yo, debo confesarlo, les tengo cierto recelo, cierto miedo, cierto susto al verso erótico de la mujer ecuatoriana en los años 90, porque muchos de esos trabajos dejaron de ser arte de un movimiento renovador y pasó a ser una moda. Todo poeta, en cierta época en nuestro país, le dio por cometer versos eróticos y luego salía con una clausula inconmensurable: era el nuevo inventor del erotismo, mientras que el pobre de Salomón se daba contra el monumento del “cantar de los cantares”. Si de ese grupo salió Margarita Laso, Natasha Salguero o Jennie Carrasco es porque ellas si son poetas de verdad y no buscan el escándalo, por sobre la sobriedad del amor en la intimidad.
Sin embargo, en este libro, encuentro versos eróticos de una madurez, de una dimensión distinta, con un trabajo sensorial y sin ese aspaventoso modo de gritarle al mundo que hacer el amor era o es la genitalización del lenguaje y la osadía de gritarlo escarceando los versos como pasó con muchas poetas mujeres del Ecuador. Fanny Rodríguez, dice, por ejemplo: “Te obsequié parte a parte/ el tercer pétalo de mi flor amada./ Otros se llevaron los primeros”.

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Ya adentrándome en el libro, me encuentro con esa estrofa archi famosa de Pessoa, como epígrafe del poemario. Aquello de “El poeta es un fingidor”. En este libro entiendo muy bien el epígrafe. Reconozco que para la poeta el reflejo del espejo es una manera de fingir, de decirle al mundo: “mira como sonrío”, mientras por dentro me estoy partiendo en dos por “flama del corazón”.
Esto de escoger los epígrafes es algo realmente importante. O sirven para afectar al texto poético o solo sirven para dárselas de eruditos, pero en el caso de Fanny sirve para lo primero, para demostrar su teoría poética, para enseñar su trabajo literario.

Otro rasgo distintivo que encuentro en la poesía de Fanny en relación con la de sus coetáneos es la creación casi reiterante de versos conceptuales. Es decir que Fanny quiere decir algo con sus versos, quiere crear un diálogo con su lector, que, quién sabe, puede ser que se halle al otro lado del espejo, esperando que el discurso poético de principios de siglo XXI se reafirme y diga algo. “Decir” en poesía, no es lo mismo que “narrar” en la épica antigua o en el teatro en verso. “Decir” en poesía es ahondar en la expresión verbal, es decir reafirmar un concepto.
Ahora está de moda en los poetas jóvenes del Ecuador “la poética del silencio”, lo epigramático, lo minimalista, lo que tangencialmente dice menos de lo que quiere decir. Por eso creo que la mayoría de poetas de este país se deben sentir vacíos cuando terminan un libro “del silencio” porque no es un libro ligado a la contemplación japonesa, o al haiku debido a que el poeta latinoamericano piensa en español y el japonés en japonés.
Respecto a esto, y permítaseme la digresión, quisiera recordar a la concurrencia que estamos viviendo el año Hernandiano, como bien han titulado los españoles al 2010: el año del primer centenario del poeta de Orihuela, Don Miguel Hernández. ¡Qué grande ese poeta!, ¡Qué conceptual!, ¡Qué vivo!, ¡Qué comunicante su discurso! Y pensar que fue un pastor de cabras, y pensar que la guerra lo calló y que vivió el dolor a su máximo pulso. Y que de ello y por ello sacó, sin querer, el tono de una voz poética abrumadoramente brillante. Yo prefiero Hernández que cualquier poeta barroco. Y perdonen la sinceridad. Vivimos tiempos poéticos en los que el canon nos impone el hecho de que debemos obligatoriamente amar a Celán, a Valente, a Juarroz, al espeso barroco. Pero yo prefiero a don Miguel o a Federico o a Gil de Biedma. Tengo la libertad para decirlo y para expresarlo. Él mismo poeta Hernández nos lo dijo en ese poema poderoso: “Para la libertad siento más corazones/ que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,/ y entro en los hospitales, y entro en los algodones/ como en las azucenas”.

Regreso al libro. La poeta decidió dividir al libro en cinco partes. Otra vez el juego del espejo en esta división. “A los otros”, “A los míos”, “Develaciones”, “Lilith y las otras” y “Poemas de pan”.
Las primeras tres partes son muy intimistas. Las dos siguientes van de la mano del mito.
Todo el discurso poético estará espolvoreado por una constante suprema: la mujer. Lo dice la misma voz poética desde la bifurcación del espejo: “la criatura que nos habita/ es más sabia que la mujer que nos calma la sed”.

La poeta Jennie Carrasco Molina tiene toda la razón en su pequeño y lúcido texto de contratapa: “la fuerza del libro se centra en las mujeres”. Y es así, pero el discurso de Rodríguez no es fuerte desde una concepción feminista ortodoxa. De hecho, creo que si así fuera, esa sería su debilidad. Es fuerte porque es diferente. Así dicen sus versos en el poema “Anturio”, uno de sus piezas poéticas más bellas: “El lado hombre penetra en mí misma/desmantela la casa/ violenta la imagen reflejada”.

En la segunda parte del libro comienza la exploración de la voz poética. Aparecen textos dedicados a los hijos, a la madre, al padre. Ese génesis fortalecido con la más sutil figura plástica de un poema. Dice: “Serás la primera gota del río/ mientras yo sigo mi viaje al océano”. Es decir la voz poética es reflejo de otros y refleja a nuevas figuras. Así, como un laberinto borgeano.
En “Develaciones” aparece el “tú”. La voz poética maneja a la nueva persona. El hablante es femenino, el tú es un ser masculino que se pierde. Aquí está el punto de equilibrio entre las dos fuerzas. No solo la masculina y femenina, sino y el amor y la muerte, o el amor y el placer (“Nos amamos/ con los quejidos de los gatos/ que luego de entregarse se evaporan”), o el amor y la vida, o el amor y Dios (“Nadie removerá los escombros. / El oleaje destruyó también las manos de Dios”) pero siempre estará presente el amor. “Develaciones” es la parte más intensa del libro. Poemas duros y dolientes, pero fortalecidos por su belleza dan trama a este nudo.
Lilith, aquella emblemática figura de la mitología judía, a la que se la considera la primera esposa de Adán, anterior a Eva, la occidentalizada. Aquella mujer que abandonó a su hombre y se fue a buscar algo nuevo, encontrando en las orillas del Mar Rojo a sus amantes. Lilith es también la mujer engendradora de hijos con el líquido seminal que los hombres derraman involuntariamente en las noches. Esta mujer rodeada de mitos es la Diosa fértil que representa la vida en la poesía de Fanny Rodríguez. No hay duda, y se comprueba en el poemario: la maternidad cambió la vida de Fanny Rodríguez. Y obligó a cambiar también a sus versos: “Llevaste en tu equipaje vestidos de madre”, dice.

Por último están los “Poemas de Pan”, que se entremezclan con el mito y la realidad. Usurpando las vidas pasadas para que se parezcan o se repitan siempre en el presente. Y que sigan reflejándose en el espejo cóncavo y convexo del futuro.

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Este es un libro diferente, maduro, sobrecogedor. Un libro para explorar a la mujer. A su razón de ser. A la madre que nunca podrá reflejarse en la poesía masculina. Es decir este es un poemario que solo pudo escribirlo una mujer. Y es una mujer y un espejo. Que no siempre es lo que se ve. O, incluso, que ve lo que ya no es o lo que será en el futuro.
Ni más ni menos.

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